23/11/08

El hombrecito

Un hombrecito quería crecer hasta alcanzar con sus manos la luna. Realmente era pequeño y eso lo incomodaba sobremanera, así que estiró todos sus esfuerzos para conseguir su cometido y demostrar a todo el mundo su grandeza.
Después de un tiempo, el hombrecito logró crecer; no tanto como hubiera deseado, pero sí algo más de su tamaño original. Estaba orgulloso de su hazaña y se regodeaba con todos de su nueva situación, de su grandeza, y lo hizo de tal manera, que jamás se percató de que todos los que lo rodeaban lo siguieron mirando como siempre: por debajo del hombro.

15/11/08

Fragmentos del paisaje


Fragmentos del Paisaje, crónicas de viaje por América latina, Andrés Treviño, Editorial Códice, México, 2008.

A quienes nacimos a partir de la década del setenta, nos distingue una característica esencial: somos, de una u otra forma, una generación de migrantes.
Tal vez como producto del fenómeno de la globalización, por el vacío existencial que nos han dejado las decepciones heredadas de las generaciones anteriores, o como resultado del indiscriminado bombardeo mediatico y la consecuente desinformación a la que estamos sometidos, nos hemos visto impulsados a ir y venir, a migrar de un lado a otro para satisfacer esa necesidad de saber y de creer, de conocer lo que hay más allá de lo que cotidianamente nos rodea.
Por ello, sea por placer o por necesidad, nos encontramos en constante movimiento. Unos nos vamos a otros lugares para conocer culturas distintas, nuevas formas de pensar, de vivir; otros, migramos en busca de las oportunidades que en nuestros lugares de origen cada día parecen más difíciles de alcanzar, y otros, quizá menos afortunados, físicamente nos mantenemos estáticos; pero nuestra mente y nuestra imaginación navegan por universos lejanos e inmersos en esas realidades paralelas a las que en muchos casos podemos acceder a través de la internet.
Pero en medio de todo este fenómeno, el estado semi nómada que hemos adoptado responde a un sólo impulso: encontrarnos a nosotros mismos, encontrar algo en qué creer, un acicate al cual aferrarnos para darle sentido a nuestra existencia.
Y es al momento de dar constancia, al hacer un resumen de los hechos vividos, en que la transformación del viajero cobra su exacta dimensión; sin embargo, son pocos los testimonios que logran trascender más allá de la anécdota, de la postal o la típica fotografía que muestra al protagonista en turno sonriente delante de tal o cual lugar.
Lejos quedan ya las épocas en que los viajantes debían casi por necesidad dejar consignadas sus experiencias, sus descubrimientos y sus puntos de vista. Actualmente, son contados quienes han conseguido llevar sus vivencias al papel con buenos resultados, como los colombianos Héctor Abad Faciolince y Santiago Gamboa, el español Gabi Martínez, el guatemalteco Rodrigo Rey Rosa, o el cubano José Manuel Prieto.
Y ahora, es el turno de Andrés Treviño y sus Fragmentos del paisaje.
En estas crónicas de viaje, Andrés nos invita a compartir sus vivencias a lo largo de un año de andar por América latina; pero no la América de la postal, de “lo bonito”, sino que a través de su prosa, trata de sumergirnos un poco más hacia los adentros de cada lugar, para tratar de darnos una idea un poco más completa de ese mundo real hecho a un lado por el folleto turístico; pues en muchos casos, no es Andrés quien relata los sucesos, sino que es la gente, los propios habitantes de cada localidad visitiada, quienes toman la palabra para dar sus impresiones y expectativas sobre la realidad que les toca vivir.
Gracias a su talento como narrador y dramaturgo, Andrés nos lleva de la mano a través de un discurso directo, de “tú a tú”, transportándonos a través de sus palabras hasta sentirnos protagonistas de cada relato. Así, nos es posible paladear ese sabor a tristeza que emerge del Paraguay, o el aroma azufroso del Tío en las minas de Cerro Rico en Potosí, Bolivia; sobrevivir en Managua a un asalto al lado de la doblemente heroica; o bien, llorar dentro del templo del chamán en Palenque.
Por otra parte, al leer Fragmentos del paisaje, podemos ser testigos de la transformación que kilómetro a kilómetro se fue generando en Andrés, al enfrentarse a realidades crudas; a momentos de angustia que hoy a la distancia se antojan divertidos, como el caso de las larvas que le fueron extirpadas de la cabeza; así como a otros de profunda reflexión, en los que el encuentro consigo mismo, con ese yo que ha ido evolucionando al paso del tiempo, sale a flote hablándonos lo mismo con melancolía que con una irónica amargura, o con la indignación propia de quienes han tenido que sufrir la cerrazón burocrática en un módulo migratorio.
Pero lo más interesante, lo que es más digno de festejar, es que lo que comenzó como una serie de imágenes escritas enviadas a unos cuantos amigos por correo electrónico, se pudo convertir en este libro, y ahora podremos leer y disfrutar y compartir y hasta apropiarnos de una parte del Andrés que se fue un día y regresó un año más tarde, dejando una constancia hecha palabras de su paso, quizá para animar a otros a emprender el camino y trazar nuevas rutas y descubrir nuevos significados, o quizá, solamente para que no se olviden sus palabras; porque tal y como dijo José en medio de la selva, “Toda palabra cuyo significado se pierde, para mí significa tristeza”.

7/11/08

El pequeño Franz

"Cada persona tiene su propia historia. No. Tal vez todos formamos parte de un mismo devenir, o quizás en realidad nada existe. Somos diminutas motas de polvo universal, piezas de un ajedrez infinito, fragmentos de un tiempo desvaído y desplazado; imaginerías que nacen del ocio divino... El mundo de los hombres no es más que un círculo que nace en la nada y culmina en ella... nada... absolutamente nada....”
Al tiempo que dejaba escapar una última lágrima, el pequeño Franz terminó de leer sin dar crédito a lo que acababa de escribir; pensó que seguramente lo había sacado de alguno de aquellos libros que había leído, pues era imposible que él, precisamente él, fuera capaz de idear algo así, de escribir algo siquiera.
Tras la puerta un ruido lo alertó y sopló apresurado sobre la vela para apagar la luz y se escondió bajo las sábanas, rogando para que el golpeteo del corazón contra su pecho, que él sentía como el redoble de una banda de guerra, no lo delatara ante su padre y se armara nuevamente otro zafarrancho.
Después de un rato, y convencido de que había librado esa noche, dispuso a abrazarse al sueño escapándose así de esa sarta de filosoferías baratas que no llevaban nunca a puerto cierto y sí, en cambio, le procuraban una forma muy eficaz para garantizar de parte de su padre, aquellas palizas que caían sobre él cada vez que sus pensamientos rompían la barrera y saltaban de sus labios hacia los oídos de los demás.
Ahora estaba tranquilo, enfundado en su lecho cálido y protector; pero el simple hecho de rememorar lo sucedido esa tarde infinita e invernal, encerrado en el balcón, conseguía que su cuerpo se fuera petrificando hasta convertirse en una de esas enormes rocas de hielo que, según había leído en las crónicas de los aventureros, habitaban los puntos más altos de la tierra. Y al sentir como esa roca se iba destruyendo y se reducía a pequeñas y punzantes astillas que se clavaban inmisericordes en sus entrañas, un manto de ira lo cubrió por completo.
Quería gritar, saltar de su cama y dirigirse directo al cuarto del fondo, plantarse con firmeza a los pies de la cama de su padre y blasfemar contra él, increpar los insultos más elaborados, creados a partir de la más erudita etimología, nacidos desde el centro de su existencia; quería golpearlo una y otra vez para que viera quién era el débil, quién el que lloraba; para que se tragara una a una las humillaciones con que lo había abatido desde que tuvo conciencia de su humanidad. Deseaba con todas las fuerzas de su cuerpo acabar con su padre, enseñarle que ya no se dejaría agobiar por sus maltratos ni le permitiría hacerlo sentir como un asqueroso insecto; que el bicharajo era él y sólo él, y que nada deseaba más que despertar una mañana y encontrarlo rondando alrededor de su lecho y pisarlo mil veces, hasta que de su presencia sólo quedara una mancha informe bajo la suela de su zapato.
Quería decirle, gritarle, escupir en su cara cuánto le odiaba, que se fuera al infierno, que ya no permitiría que siguiera pudriéndole la vida; que no era más que una piltrafa, el producto de una arcada de un dios enfermo e iracundo; que lo único que no era ni jamás llegaría a ser era un hombre, un padre; quería vomitar sobre su padre que prefería considerarse un huérfano antes que su hijo, que aceptar que era el fruto de la semilla putrefacta y hedionda de un cretino.
Su corazón, su cuerpo, su habitación, el universo entero palpitaba irascible. Crecía y explotaba, se desparramaba por las calles de Praga y rodaban silentes alrededor de la luna, que observaba cómo éstas se dilataban adquiriendo un poder sobrenatural, mucho, mucho más fuerte que el pequeño Franz, que se quedó ahí, entre tribulaciones sollozos, acostado y empequeñecido en su lecho.

2/11/08

Rotundo vagabundo

¿Para qué negarlo? Soy un rotundo vagabundo, de esos que no pueden evitar quedarse quietos y adaptarse a las normas establecidas y a los tiempos y a las costumbres y a los lugares; siempre voy de aquí para allá buscando algo más, eludiendo protocolos y formalidades, para encontrar siempre el lado más sencillo (que no más simple) de la vida.
Soy un vago que se niega a dejar de ser niño, porque sólo así puedo continuar sorprendiéndome con el mundo y sus alrededores.
Camino porque sólo en el movimiento puedo ver el mundo que deseo y puedo verme a mí, a los ocho o nueve años, saltando a la calle a la menor provocación, y descubrir satisfecho de que a pesar de los años y las lágrimas y los títulos nobiliarios y la gente adulta, sigo siendo ese mismo niño.
Soy un paria caminante que prefiere más ser cosmopolita que ciudadano del mundo, porque sólo a través de la distancia puedo apreciar y responsabilizarme de mi raíz, de lo que soy, y no escudarme en ideas globales para no comprometerme con nada.
Camino porque recorriendo la vida de un lado al otro no me quedo ni a la derecha ni a la izquierda, ni en el centro el sur o el norte, pues soy mi propia rosa de los vientos.
Soy un nefelibata que busca en las alturas los ojos de mi madre, esos que llevaban atrapados al mar y al cielo en el iris, diciéndome que, después de todo, no soy un caso tan perdido.
Camino porque así puedo alumbrarles la senda a Antara y a Silvio y mostrarles que, a pesar de lo que parece a simple vista, siempre hay muchas más opciones adonde dirigir los pasos.
Soy un andariego atorrante que colecciona historias, rostros, palabras y paisajes como forma ineludible de no perder la capacidad de sorpresa frente a lo que me rodea.
Camino porque no creo ni en sacrificios, ni en ángeles o demonios, y prefiero cada día embriagarme de vida en lugar de dejarme envenenar por la realidad.
Soy un extranjero eterno que busca verdades hasta en las mentiras, porque mi espíritu decidió no creer ni en todo lo que lee ni en todo lo que le dicen.
Camino porque sólo las distancias hacen que nos llenemos de ideas y de palabras y de historias y de poesía, y sólo con ellas es que podremos vencer al olvido.
Soy un viandante inconforme que un día decidió emprender un viaje infinito convencido de que el patrimonio más valioso del ser humano es la libertad de su alma.
Camino porque así puedo descubrir al universo, y jugar a Dios y a crear y recrear la realidad, revolver verdad y ficción, darle tres vueltas y echarla a volar, esperando que algún día en ese volar de historias, pueda llegar a convertirme cuando menos por un segundo, cuando menos para una sola persona que me lea, en parte de su historia, de nuestra historia, de la Historia.