27/2/09

Placeres noturnos

Con toda parsimonia, sacó del bolsillo su antiguo reloj de leontina y vio que marcaba las dos de la mañana. Un profundo bostezo emergió de sus pulmones hasta arremolinarse en su boca anunciando que, por esa noche, la ronda había terminado. De hecho, ni siquiera resultaba necesaria: la librería tenía uno de los sistemas más avanzados de seguridad; pero después de tantos años de hacer de velador, esta actividad ya no era un mero trabajo, se había convertido en un verdadero privilegio y un placer cumplía con el mayor de los rigores.

Sin embargo, notó que esa noche se sentía algo extraña: una lluvia torrencial acompañada por un sin fin de relámpagos cimbraban con estrépito el amplio local; además, la humedad del ambiente calaba los huesos haciéndole un tanto tortuoso el paso, por lo que emprendió el regreso y se fue directo hacia la escalera que lo llevaba a su cuarto. Había llegado el momento de iniciar otro de sus placeres nocturnos: encerrarse en la habitación y sumirse en sus lecturas, tal y como lo había hecho desde hace poco más de cuarenta años, cuando llegó a la ciudad y lo contrataron en la librería.

Entró al cuarto y se dirigió a la mesita de noche donde estaba la cafetera eléctrica y preparó el necesario para el resto de la noche, luego abrió el ropero y sacó la botella de coñac y el libro elegido al azar esa misma tarde, los llevó a la mesa de lectura, se sirvió la primera copa y paladeó el sabor del licor, disfrutando el paso de éste por su boca y su garganta. Caminó hasta el estéreo y se detuvo varios minutos hasta escoger la música que lo acompañaría durante esa jornada. Después de un rato, tomó del gran mueble para compactos un concierto para piano de Mozart interpretado por Badura Skoda. Lo colocó en el reproductor y moduló el volumen de tal forma que se escuchara por encima del ruido de la lluvia; pero sin que quedara tan alto como para distraer su lectura. Después sirvió una taza de café y la sostuvo unos instantes cerca de su nariz, a fin de disfrutar su olor a través de los vapores que emergían de la taza.

Ya instalado, se dispuso a comenzar su lectura, pero pasó lo de cada noche: alcanzó a ver de reojo el tablero de ajedrez que le pedía la continuación del combate suspendido la noche anterior. Hizo a un lado el libro, acercó el tablero, lo miró un rato meditando y avanzó el caballo blanco amenazando al rey negro. Jaque... se dijo a sí mismo y miró el tablero unos segundos antes de retirarlo.

Retomó el libro y se desconcertó. A pesar de que trataba del volumen que él mismo había extraído de la mesa de novedades la tarde anterior, no recordaba que en éste no apareciera nombre, datos editoriales o del autor. Lo revisó un rato y no encontró nada, así que pensó que tal vez, si el libro era bueno, bien valdría conservarlo como ejemplar raro. Lo abrió en la página ocho, donde comenzaba el texto y comenzó a leer. Desde las primeras líneas quedó más sorprendido aún; pero no pudo detenerse.

A través de las páginas del libro, el hombre se encontró con la historia de un niño pastor que vivía en un pueblo serrero y tenía por único amigo a un conejo pardo y que a los 10 años huyó de casa, después de que por un descuido, se le desbarrancaron cinco borregos mientras buscaba capullos en lo alto de un almendro, lo que implicaba la paliza fenomenal de un padre alcohólico al que odiaba. Leyó cómo ese niño recorrió una gran distancia acompañado por su conejo y de cuando su mascota murió de hambre una mañana de invierno produciendo un profundo dolor al chiquillo, que lloró desconsolado al descubrirse solo y en total desamparo; pero que se repuso y siguió su marcha hasta llegar a la ciudad, donde mendigó y robó fruta del mercado hasta que lo encontró Don Sebastián, quien al ver las condiciones en que se encontraba el niño lo recogió, dio trabajo en su librería y le enseñó a leer y escribir.

También pudo leer la historia de cómo creció ese niño arropado por Don Sebastián, trabajando duro y leyendo cada volumen de la librería durante las noches hasta ascender de afanador a velador y de velador a vendedor, y cómo en este puesto conoció y se enamoró de Marta, quien nunca le correspondió y se casó con otro; de cómo lloró y sufrió por ella y cómo lo consoló Don Sebastián, que era su único amigo y meses después lo ascendió a gerente para morir un año y medio después, heredándole toda su fortuna, porque el muchacho era su única familia. De cómo el joven gerente sufrió la muerte de su amigo y protector y comprendió que su destino era indefectiblemente la soledad, asumiendo este sino y negándose a dejar su cuarto de la librería aún siendo el dueño; de cómo se refugió en la lectura limitándose a vigilar la entrega y descarga de los pedidos cada mes y a hacer de velador por las noches. Y finalmente, de cómo siendo ya velador y dueño de la librería, un noche de tormenta miró su reloj de leontina que marcaba las dos de la mañana y decidió que su ronda había terminado y se fue a su cuarto, preparó café, saco del ropero el libro escogido al azar la tarde anterior y la botella de coñac, bebió una copa y escogió un disco de Badura Skoda interpretando a Mozart, para luego servirse una taza de café e instalarse en su mesa de lectura, donde antes de leer el libro, puso en jaque al rey negro avanzando al caballo blanco, y después comenzó la lectura de un libro sin título, datos editoriales o del autor, que contaba su propia vida y al terminar la lectura, escribió una carta y murió.

Cuando a la mañana siguiente lo encontraron los empleados de la librería; el hombre estaba sentado, con el tronco apoyado sobre la mesa, la copa de coñac vacía, media taza de café helado y bajo su rostro un libro en el que nadie reparó, pues toda la atención se centró en la hoja de papel que aún sostenía en su diestra y que tenía escrita a lápiz una carta dirigida a una tal Marta, a la que nadie conocía y el difunto escribía diciéndole que la había amado toda su vida y le dejaba todos sus bienes como prueba de su infinito amor.