1/2/09

Cuidado con lo que pides...

¡Me lleva la chingada! Todavía faltan dos horas para irme... si tan sólo pudiera hacer que el reloj avanzara más de prisa... ¡estoy harto de tanto tiempo de ser un vil cajero de banco. Si ya lo decía mi mamá “hijo, estudia una carrera para que seas alguien en la vida...”; pero no, me tenía que poner de pinche necio a creer que todo me lo merecía, y en qué vine a acabar: atrapado tras la ventanilla, poniendo mi mejor geta a toda es bola de estúpidos que se imaginan que por traer un cheque soy inferior a ellos y tengo que pagárselos inmediatamente... ¡qué ganas de mandarlos a todos al carajo!...
Estos han sido sus pensamientos día tras día desde hace catorce años. A mí en lo personal me divierte verlo así, gruñendo para sus adentros, jugando a dar la cara del empleado eficiente y esmerado. En realidad no tendría por qué quejarse, tiene justo lo que pidió. Pero mejor vayamos a otras tierras, a otros tiempos, dejemos a nuestro amigo cumpliendo su ritual y no se preocupen, que no se irá a ningún lado.

Los gallos comenzaron a cantar desde antes de que apareciera el sol sobre San Esmaragado Cozcacuauhtli; el rocío de la madrugada producía un agradable olor a barro mojado. Aparentemente, ese 18 de noviembre de 1910 era un día como cualquier otro: la gente ya se encontraba en los campos trabajando las tierras de Don Triclinio Carraca Y Almazán, quien al despertar se encontró con una remesa entera de vino francés, regalo del padre Benedicto, en agradecimiento a las chicas que le mandara la noche anterior para ayudarle a pasar lo que el párroco llamaba “un periodo de ligereza terrenal”.
Con toda parsimonia se aseó y desayunó solo, mientras el jefe de sus guardias blancas le informaba que “con toda pena Amo, Jacinto Vargas, el hijo de Ramira, sigue dando lata; está empecinado en levantar al pueblo en contra suya y lo peor de todo, Amo, es que... p’os la gente se está enmuinando y empieza a organizarse”. Triclinio, al escuchar las palabras de su empleado, no pudo evitar recordar el día en que persiguió a Ramira hasta la loma, y cómo lazándola como a una res la sometió, arrancándole las ropas y se adueñó de todo su cuerpo hasta saciar su apetito por completo, para dejarla ahí, ultrajada y sola, con el alma hecha girones y condenada a dar a luz al bastardo número 37 de Triclinio.
“¿Ya lo azotaron?”, preguntó tranquilamente. El jefe de la guardias blancas, aterrado, no pudo hacer más que estrujar su sombrero y asentir con la cabeza diciendo “tres veces, Amo..." Sin perder la calma, Triclinio dirigió una gélida mirada al hombre que, a esas horas de la mañana, ya estaba envuelto en una espesa capa de sudor. “Eso quiere decir que tú y tus estúpidos hombres no pueden controlar a un pinche hambreado... tendré que encargarme yo mismo del asunto; ya después me ocuparé de ustedes. Dile a Nicandro que prepare la carroza o llegaré tarde al rosario de las siete...”

Justo en ese momento; pero ochenta y nueve años después, un lamento conocido llega a interrumpir este relato. Nuestro amigo viene caminando molesto, parsimonioso, pensando...
“Un día más y yo que sigo aquí, de pendejo trabajando como un burro para que se enriquezcan los demás. ¡Estoy harto! ¡qué ganas de largarme lejos y olvidarme de esta puta vida que me tocó vivir! En este punto y para que no nos interrumpa más, no me quedó otra opción de inyectar en sus pensamientos la imagen de una esposa y cinco vástagos, a los que no quiere, a los que detesta porque lo mantienen atado a ser lo que es, un pobre burócrata mediocre. Como esta visión que ha surtido el efecto esperado, podemos continuar con nuestra historia. Ya llegará el momento de ocuparse de él.

Después de atender varios asuntos como presidente y fundador la “Sociedad Católica Pro Buenas Costumbres de San Esmaragado Cozcacuauhtli”, Triclinio decidió echar un vistazo a “ese revoltoso de Jacinto que va a saber quién es Triclinio Carraca Y Almazán; sí señor, o se somete a su amo o yo mismo lo marcaré como lo que es, una bestia de mi propiedad...” Con estos pensamientos sus glándulas salivales comenzaron a trabajar de placer; hacía mucho tiempo que no tenía la oportunidad de marcar a ninguno de sus trabajadores por tratar de revelarse; todos se habían tragado a la perfección su amenaza de volver aún después de muerto para gobernar en su feudo, siempre al “servicio de la República y de Don Porfirio”. Al llegar se encontró a Jacinto hablando a los demás campesinos de justicia social, reparto de tierras y otras cosas más, de esas que andaban pululando gracias a los subversivos hermanos Flores Magón y aterrorizando a los terratenientes de todo el país.
A Triclinio esas ideas lo tenían sin cuidado, más no pudo dejar de sorprenderse al sentir en su propio cuerpo la fuerza del muchacho de cabellera rubia y piel de barro que se parecía tanto a él cuando joven. Sin duda, de los 37 hijos naturales que jamás reconoció ése, el más pequeño, era el que más le había heredado. Pero a pesar de aquella primera impresión, no se intimidó, cualquier afecto, cualquier sentimiento de cariño o bondad se había disuelto en él por completo 25 años antes al pie de un altar.
Jacinto gritaba enardecido sus consignas, totalmente absorto a sus palabras y al efecto que debían producir en sus escuchas. Nadie se atrevió a hablar, guardaron silencio. Un bastón descendió con fuerza sobre la espalda del muchacho que quedó doblado sobre la tierra mientras Triclinio, que ya empezaba a disfrutar el castigo que pensaba propinarle dejaba escuchar su voz amarga y chillona, “¡¿Así que eres tú, hijo de puta, quien estás tratando de morder la mano que te alimenta?! ¡Si los azotes no te bastan, yo te haré entrar en razón!..
Un par de ojos incandescentes se clavaron con ánimo calcinante en el rostro de un Triclinio que ya dejaba caer su bastón sobre el cuerpo de Jacinto. Sin embargo, la diestra del muchacho detuvo la trayectoria del golpe, lanzando al cacique al suelo. Las guardias blancas de Triclinio se lanzaron sobre Jacinto, que quedó inutilizado a fuerza de golpes y patadas. Pronto el joven se hallaba amarrado a una estaca, listo para ser marcado a hierro a manos del propio Triclinio, que ya dejaba asomar los resplandores de sus dientes de oro. “¡Mejor mátame cabrón, porque solo así lograrás apagar mi voz!” gritó Jacinto al sentir como se iba acercando el calor del hierro a su mejilla derecha.
Un disparo de carabina bastó para interrumpir la tortura del muchacho. Entre la multitud apareció un hombre de unos treinta y cinco años, mostrando el monograma de la familia Carraca Y Almazán impreso a hierro sobre su mejilla derecha. Era Alejo Valverde, el hijo natural número 19 de Triclinio, quien decidido a salvar a su hermano, apuntando al viejo con la carabina que se fundía a su cuerpo. “¡Ya me lo hiciste a mí; pero tu reino se acabó!”. Por primera vez San Esmaragado Cozcacuauhtli entero tuvo la oportunidad de ver temor en los ojos de Triclinio, y sintió la fuerza necesaria para terminar con seis décadas de maltratos, despojos y vejaciones, la capacidad para hacerse propietarios de su libertad y lanzarse contra los guardias del cacique y ejecutarlos al instante.
Serio, pesado, marchito, Triclinio Carraca Y Almazán esperaba con la soga al cuello a que los campesinos llenaran con las monedas de oro, las ollas que servirían de contrapeso para ahorcarlo. La gente enfurecida coreaba demandando su muerte, cantando por primera vez el odio, el miedo, la miseria y el dolor que Triclinio les procuró durante décadas.
Todo estaba listo para la ejecución: el condenado, la soga, el árbol, la olla con el oro y la furia contenida por años. Las campanas de la iglesia marcaron la una, dos, tres cuatro de la tarde del último día de Triclinio y el primero de la libertad en San Esmaragado Cozcacuauhtli. En ese instante, el cacique pudo pensar en cómo despojó a los campesinos de sus tierras convirtiéndolos en esclavos, cómo atesoró cada moneda de oro que guardó en la bodega de la casa grande, en todas las mujeres que desfloró por el simple hecho de ser el “Amo”, el “Señor”. Pudo reconocer su gozo cada vez que azotaba a los ingenuos que creyeron que existía la palabra descanso y ver cómo un hilillo de saliva escurría de su boca ante el placer de marcar con su monograma, como a una res, a su primer “rebelde”. Pudo pasar por su mente todo el llanto que fluyó de sus ojos cuando Josefina Reverte lo dejó al pie del altar para fugarse con Juancho el peón, y cómo juró en ese momento vengarse de todo y de todos.
Pudo arrepentirse de las mujeres que violó y las otras muchas que entregó al señor cura para su “esparcimiento”, de las fiestas en honor a Don Porfirio y de los treinta y siete hijos naturales que tuvo y jamás reconoció y trató como esclavos de su feudo. En fin, pudo haber pensado en mil cosas que lo redimieran; sin embargo no lo hizo, y en cambio lanzó su maldición contra el pueblo entero y juró venganza antes de que la soga se tensara levantándolo por el cuello destrozándolo, impidiendo el paso del aire; pero incapaz de evitar que Triclinio se despidiera de sus verdugos sacando su amoratada lengua mientras los gallinazos comenzaban a hacer círculos en derredor del sol que iluminaba la plaza.
Los demás terratenientes del pueblo se marcharon aterrados ante la expectativa de que les sucediera lo mismo que a su protector; y los poblanos, fieles a su religión pero temerosos de que Triclinio cumpliera su amenaza de regresar después de muerto, llevaron el cuerpo al campo santo para que allá arreglara cuentas con el Altísimo, e inauguraron la costumbre de sellar las tumbas a fuerza de loza y cemento. Don Porfirio ya no tuvo tanto tiempo de intervenir por el levantamiento armado organizado por Francisco I. Madero que estalló a los dos días y poco después, comenzó el reparto de tierras y de las riquezas encontradas en la casa grande y lentamente se olvidaron de la amenaza de Triclinio y abandonaron su tumba. Quizá por ello, nadie se percató que en su tumba alguien escribió con muy mala caligrafía y gran sabiduría el siguiente epitafio: “Aquí la eternidad empieza y se convierte en polvo la mundanal grandeza”. Don Pepe, el maestro del pueblo, sin duda alguna hubiera descubierto que era la letra de Jacinto Vargas que, a pesar de todo, siempre deseó tener un padre.

Pero aquí no acaba esta historia; Triclinio, confiado en que sus “servicios” a favor de Dios y sus representantes en la tierra serían recompensados, se fue derechito a las puertas del cielo para ingresar en el gozo eterno. Al llegar fue recibido por el buen San Pedro, quien después de tomar sus datos y revisar su lista de admisión, desplegó una pícara sonrisa, hizo con una mano a Triclinio un gesto de despedida mientras que con la otra tiraba de una cadena, haciendo que éste cayera directo hasta mí, ya que era de los que me tocaba atender.
“¿Alguien podría decirme dónde carajos estoy?”, preguntó mientras se aflojaba la corbata de moño para aminorar el calor. “Muy sencillo: fuiste un culero en la vida, te dieron en la madre y te toca joderte en el infierno por siempre”, respondí divertido al ver cómo el rostro de Triclinio se descomponía más y más a cada una de mis palabras: “pero... ¡esto no puede ser! ¡Díme cuánto quieres por dejarme salir de aquí! ¡Tu sólo di una cantidad, tengo mucho dinero...!”. Díganme ustedes ¿cómo resistir la oportunidad de chingarme a alguien así? Si esto es precisamente lo divertido de mi trabajo. Aún así, me puse muy ceremonioso y respondí fingiéndome ofendido: “¡Discúlpenme señor, soy Satanás, es cierto, no un ojete cualquiera, sino El Ojete; pero venderme como una puta... jamás!”.

Finalmente y después de hacerlo sufrir un rato y demostrarle que toda su fortuna conmigo no valía, cumplí su deseo de reencarnar y que por sus regordetas y flácidas manos pasaran cantidades enormes de dinero. A cambio, él regresaría a mí una vez que concluyera su segunda vida para purgar su condena. Después de consultarlo con el Altísimo, fui ratificado como “El Ojete” y me dieron luz verde para actuar, así que mandé al hombre a su nueva vida. Hoy, Triclinio Carraca Y Almazán, es nada más y nada menos que Triclinio Carraca Y Almazán, y por sus manos ha pasado desde hace catorce años más dinero del que imaginó; aunque el muy malagradecido, después de lo que hice por él, todos los días repite la misma letanía de "¡Me lleva la chingada! Todavía faltan dos horas para irme... si tan sólo pudiera hacer que el reloj avanzara más de prisa... ¡estoy harto de tanto tiempo de ser un vil cajero de banco...!"