26/4/09

Los años pasan, la vida no

I.
Han pasado muchos años desde que todo comenzó entre Darío y Vera ¿Cuántos? Ninguno de los dos lo recuerda ya. Toda su capacidad de memoria se restringe a imágenes vagas y fugaces de cuando ya estaban juntos y estaban llenos de sueños y proyectos. ¿Cuáles? Tampoco lo recuerdan, puede que porque todo se cumplió, o quizás todo lo contrario; pero lo cierto es que sólo queda entre el par de octogenarios el hábito y la continuidad de una vida juntos que se sostiene únicamente por inercia. Se sienten viejos, cansados y sin fuerzas. se tomaron al pie de la letra eso de la tercera edad.

Su vida transcurre día a día inmersa en la monotonía que inconscientemente se fueron imponiendo. Darío lee el periódico y escucha una y otra vez a Gardel y a Lara sumido en su poltrona, mientras que Vera hace cualquier cosa de comer, se queja de la música y se esclaviza al drama en turno de la televisión. La palabra es una de esas cosas que han desaparecido casi por completo entre ellos. Se cruzan sólo las estrictamente necesarias para dos seres que se van pudriendo juntos, aunque infinitamente solos y ajenos el uno del otro. Después de décadas de llevar una vida juntos, trabajando para comprar la casita, cuidar y administrar los dineros para la educación de los hijos hasta sacarlos adelante, ya no queda nada de qué hablar. Aún después de tanto tiempo de compartir el lecho, hoy despiertan y descubren a su lado a un extraño, a un perfecto desconocido al que, además, ya no tienen la menor inquietud, el menor deseo de descubrir, de conocer.

II.
No hay absolutamente nada qué festejar; pero los chicos decidieron que sus "bodas de oro" eran más que suficiente, y sin tomar en cuenta la opinión de Darío o de Vera, organizaron la conmemoración para sus viejos. Llegado el día, Darío y Vera se disponen a cumplir lo mejor posible con el acto teatral que les obligan a representar. Cada uno, en silencio, se prepara para la tertulia: Darío en la habitación, Vera en el baño.

Él, con su ya habitual andar lento y pesado, se va poniendo con toda parsimonia una a una las prendas que conforman su traje de fiesta: el pantalón gris, los calcetines de lana azul, los zapatos azules, la camisa. Mira hacia el tocador y lo único que ve es a un hombre que dista mucho de lo que fuera en otro tiempo. Nota la ausencia casi absoluta de aquella cabellera que en el pasado era su orgullo, y descubre los centenares de arrugas que surcan su rostro. Observa que de los músculos perfectamente definidos y prominentes, hoy no queda nada, y que su vientre ahora parece una pelota hinchada y a punto de estallar, que se resiste a ser aprisionado con los botones de la blanca y almidonada camisa. Le resulta imposible contener el sentimiento de lástima que le inspira la imagen que muestra el espejo que, sin la menor conmiseración, siempre dice la verdad. Coloca los tirantes sobre sus hombros; luego, mientras hace el nudo de la corbata, estrangulando los pellejos que penden de su cuello, viene a su mente el recuerdo de Gloria, aquella "aventurilla" corta y edificante de la que nadie nunca se enteró, y que durante su vigencia, hiciera a darío sentirse vivo y joven, justo cuando comenzaba a decaer.

Por su parte, Vera sale de la ducha y se mira desnuda frente al espejo, y al igual que Darío, no le gusta nada lo que ve. El rostro arrugado y seco no corresponde a la piel tersa y lozana de antaño. Observa con detenimiento sus pechos marchitos y vencidos, las caderas caídas y secas, el pubis cansado y clausurado antes de tiempo, sin saber por qué, sin desearlo siquiera. Su cabello ya sin color cae sin vida sobre sus hombros como un simple conjunto de hilachos grises de alguna prenda raída. La patética imagen de su cuerpo marchito la ofende sobremanera y de inmediato trata de encontrar en algún recoveco de su memoria otra imagen de su cuerpo en tiempos más gloriosos. Después de unos instantes, lo consigue. Se ve entonces joven y resplandeciente, sorprendentemente hermosa, de carnes firmes, jugosas e incitantes. Pero su memoria va más allá y le ofrece además un par de manos que recorren milímetro a milímetro su cuerpo grácil, que aprisiona con frenesí sus turgentes senos y sus voluptuosas caderas. Una boca que prueba cada poro suyo, bebiendo todos y cada uno de los fluidos que manan de su cuerpo, un miembro que la penetra una y otra vez hasta hacerla estallar de placer como nunca nadie lo había hecho antes ni lo conseguiría después. Un cuerpo que la aborda y posee con indómito deseo y la cubre con su calor. Es ante esta imagen que Vera, casi sin darse cuenta, deja escapar de sus labios un murmullo casi imperceptible: "...Javier..."

III
El salón, dispuesto hasta el último detalle, ya se encuentra asaltado por siete hijos, tres nueras, cuatro yernos, veintitrés nietos, cinco bisnietos y centenar y medio de parientes y amigos, todos listos para recibir a la feliz pareja que está por ingresar al local y que, a unos pasos de la puerta, se dedican una desganada mirada, acordando el comienzo de su representación, iniciando su actuación con una sonrisa tan eficaz, que todos la creen verdadera.

Su entrada se llena de fanfarrias, aplausos y el abrazo de todos los invitados para los viejos, que responden con aparente agrado y agradecimiento, aunque en realidad, ambos ruegan porque acabe lo antes posible. Tal vez alguno pretextará cansancio más adelante para retirarse; pero por lo pronto hay que salir del paso y no defraudar a los muchachos. Después vino la comida, abundante y exquisita, los brindis de los hijos en honor a sus viejos y el baile. Unos reían, otros charlaban con los festejados, con otros invitados, algunos más bailaban e incluso, hubo quien aprovechó la ocasión para correrse la borrachera más grande de su existencia. Todo iba a pedir de boca, era tanta la euforia de los invitados que nadie se percató de que, hasta ese momento, Vera y Darío no se habían tocado en toda la tarde, lo cual, sin saber exactamente por qué, ya era una gran ventaja en medio de aquella alegría.

Sin embargo, llegó el momento del contacto obligatorio. Camilo, el hijo menor, sacó quién sabe de dónde que sus padres tenían una canción "favorita", así que con el apoyo de los invitados, los conminó a bailar al ritmo de "Farolito". Obviamente, a Darío le pareció estupenda la idea, no por bailar con Vera, sino porque, efectivamente, esa canción de Agustín Lara era su preferida. Sin embargo, Vera no tuvo más opción que desplegar la más hipócrita y mejor ejecutada sonrisa de la noche, pues ni quería bailar con Darío, ni le gustaba la canción que le achacaban como "favorita", es más, era de las pocas personas de su edad que detestaban al Flaco de oro, y el sólo oír su música le provocaba una neuralgia molestísima. Aún así, los festejados se plantaron en la pista de baile y bailaron como nunca, confirmándose a sí mismos su capacidad y dotes histriónicas.

Mientras sus cuerpos se deslizaban por la pista al compás de la música, ambos se miraron sin explicarse qué los había unido por tantos años. Al tocarse y sentir cada uno el contacto con el cuerpo del otro, lejos de no sentir nada, les invadía una repulsión que apenas y pudieron contener y disimular. Tanto Vera como Darío se tranquilizaron pensando que sólo era cosa de un par de horas más y todo habría terminado y al fin, podrían retornar en paz a la muerte en vida de siempre, cada quien por su lado como lo que eran: un par de eremitas que, paradójicamente, compartían el mismo espacio vital.

IV.
Horas después todo había terminado, o cuando menos eso pensaron al entrar a su casa. Pero no fue así. Al encender la luz de su habitación, se encontraron con un exhuberante arreglo floral y una cantidad asombrosa de fotografías de su boda y de sus años como verdadera pareja, dispuestas a lo largo y ancho de la cama.

En silencio, pero pensando ambos que se trataba de una idea de Virgina, la hija cuarta, Darío y Vera se sentaron a la orilla del lecho y, mudos, comenzaron a ver una a una las fotos. Se vieron retratados con sonrisas espontáneas y sinceras, no como las de aquella tarde; vieron a una pareja feliz compartiendo su vida entera, rodeados de chiquillos y mascotas; el primer auto de la familia, y los trajines de la mudanza a esa casa pequeña entonces y ahora inmensa para ambos.

Continuaron mirando en silencio y sin proponérselo, detuvieron sus ojos en la fotografía que eternizaba su primer beso después de sellada la unión matrimonial. Aquella escena produjo tanto en Vera como en Darío, un sentimiento de pesar que se fue transformando en un vacío que se expandió en su interior y oprimió sus pechos despertando, por primera vez, una profunda melancolía al no reconocerse en aquellas imágenes, al no saber en qué momento se perdieron mutuamente, en qué momento se convirtieron en ese par de extraños que ahora eran.

Al darse cuenta que no podría contener el llanto; pero dispuesta a no dar su brazo a torcer, Vera se incorporó de un salto, apagó la luz y se posó frente al arreglo floral dando la espalda a Darío, que se quedó mirándola, iluminada por la tenue luz de luna que se colaba por la ventana. Pasaron unos minutos más de silencio absoluto. Darío, sin dejar de mirar la silueta de Vera, se quitó la corbata, el saco y los tirantes y los dejó caer a los pies de la cama. Vera entonces se inclinó a oler las flores con los ojos llenos de lágrimas, sin percatarse que Darío había prendido la mirada a su cadera, en tanto le comenzaba a bullir por todo el cuerpo una inquietud conocida pero difícil de identificar gracias a tantos años de ausencia.

Vera se irguió sorprendida al sentir las manos de Darío rodeando su talle, más no se negó y cerró los ojos mientras él le recorría el cuello con sus besos. Con una fuerza que hacía mucho no sentía, Darío cargó entre sus brazos a Vera, y con toda delicadeza la depositó en el lecho. se quitó la camisa y por un instante sintió vergüenza de que ella viera la piltrafa en que se había convertido; pero no se dejó intimidar y se colocó al lado de Vera, que lo miraba si decir nada, cediendo dulcificada mientras Darío le desabotonaba pausadamente el vestido.

Quedaron los dos cuerpos totalmente desnudos y fueron explorándose, recorriendo los territorios que un día les pertenecieron y ahora reconquistaban. Darío acariciaba los pechos de Vera que, al contacto con las manos de él, recobraban la firmeza y la frescura de la juventud. ella sostenía con sus manos el miembro de Darío, que florecía y cobraba la fuerza y el vigor de antaño.

Los cuerpos comenzaron a entremezclarse, a unirse, a acoplarse una vez más y, simultáneamente, iban, a cada beso, a cada caricia, rejuveneciendo en una especie de resurrección que los transformaba nuevamente en la pareja alegre y soñadora de las fotografías. Juntos, conjugados los cuerpos y las almas, recapitularon los olores, los jadeos y sudores alcanzando, cuando ya no lo creían posible, el clímax más fastuoso y emitivo de sus vidas.

V.
La mañana llegó cargada de sol y del canto de las aves. Vera posaba su cabeza sobre el pecho desnudo de Darío, que la estrechaba con ternura entre sus brazos. Solamente se miraron fijamente a los ojos, y después de unir sus labios en un profundo beso, dijeron al unísono las primeras palabras ajenas a la rutina de más de treinta años: "..¡El Sena!.."

Entonces, Darío acercó el teléfono y marcó a la agencia de viajes para hacer la reservación.