11/1/09

La chica de la Pentax

Hoy, después de tantos años, logré convertirme en el modelo de la chica de la Pentax; sin embargo, no soy feliz como lo imaginé. El saber que detrás de la cámara esconde una pena tan negra como sus ojos, me produce un sentimiento de culpa muy poco agradable. Nunca quise que sufriera; por el contrario: siempre vislumbré este momento como el más dichoso de mi existencia, jamás como una forma de inflingirle el dolor que ahora oculta tras el visor. La amaba y aún ahora, por estúpido que parezca, la sigo amando...

Desde niña estuvo cerca de mí, era mi vecina y pasaba tardes enteras contándome mil historias sin pies ni cabeza que yo escuchaba atento, fascinado con sus gesticulaciones, sus risas, saltos, totalmente extático ante esas miradas que me dirigía con sus enormes ojos de obsidiana. Éramos los mejores amigos. Esperaba cada tarde en el pórtico, su regreso de la escuela para llenar mi vida con el milagro de su existencia.

Cierto 6 de enero, apareció junto a los demás regalos de los Reyes Magos, una cámara Pentax K-1000 que, aunque muy usada, estaba en perfectas condiciones. ¿Quién iba a pensar que aquél obsequio postnavideño marcaría su futuro? Para sorpresa de sus padres, la pequeña no prestó atención alguna a los demás regalos y centró toda su alegría e ilusión en la cámara fotográfica. Inmediatamente corrió hasta mi casa para enseñarme su “cajita mágica”, como ella le llamaba, capaz de atrapar todas las cosas que veía. Se veía tan hermosa con sus 10 años, manipulando por primera vez la maquinaria para descubrir su funcionamiento, con el pelo sostenido en una coleta y su cuerpo frágil y nervioso, haciéndome crear las más extraordinarias fantasías de lo que no tuve, de lo que no viví.

Ahora me mira desde diferentes ángulos, cambia de filtro para captar la luz natural, totalmente absorta a la gente que nos rodea y la mira con desaprobación; pero eso no importa, ella continúa con su arte, presiona el disparador una vez, avanza la película, dispara otra vez, manipula el lente y toma otra fotografía. Y yo sigo aquí, quieto en un silencio absoluto, mostrándome ante ella como nunca lo había imaginado...

Rápidamente aprendió a manejar la cámara y con algunos consejos, logró sacarle el mejor partido. Mi alegría creció al verla correr de arriba a abajo, guardando en su “cajita mágica” su propia historia. Después vino el tiempo en que compartimos el primer cuarto obscuro; ella descubrió nuevos trucos y técnicas que no sólo la hacían crear ese mundo que captaba con la lente, sino recrearlo y reconstruirlo a su antojo. Tenía ya dieciséis años y yo poco más de 10 amándola en silencio, limitándome a ser feliz con su felicidad, a admirarla reclinada sobre las charolas de revelado, gozando con la sorprendente sensación que me provocaba la contundencia de sus caderas que se proyectaban hacia mí en la semiobscuridad, perdiéndome en la magnificencia de su talle estrecho e invitante y la turgencia de sus pechos rosados, que más de una noche protagonizaron los sueños más intrincados y placenteros. Cuando regresó, ya entrada la noche a su casa, me quedé pensando en lo irónico y patético de mi vida: yo, un revelador profesional, estaba imposibilitado para revelarle mi amor.

Nada me dio más alegría que la noche en que me dijo que estudiaría fotografía, que ésa era su vocación y su destino. No fue fácil afrontarlo en un principio, incluso tuve que hablar con su padre para convencerlo de aceptar, ya que no estaba muy de acuerdo con la idea de que su niña optara por esa carrera. Finalmente lo persuadimos e ilusionamos a tal grado, que compró una Canon digital EOS 50D para su hija. La novedad y la asombrosa tecnología de la cámara, pronto desplazaron a la K-1000, que quedó en el abandono. Me dolió el cambio, pero había que evolucionar y adaptarse a los nuevos tiempos, así que no dije nada y seguí amándola, ahora con su EOS 50D. Además, la chica de la cámara tenía mucha esperanza en el futuro, se soñaba superando a Tina Modotti, a los Hermanos Mayo y a Álvarez Bravo; sentía una urgencia inaplazable por expresarse mediante la cámara ¿cómo arruinar su felicidad con algo tan superficial como la Pentax? Le gustaba planear a mi lado su primera exposición, y me situaba en primera fila cuando llegara ese día. Tres años más tarde, así sucedió.

No habla, solamente me fotografía. Termina el segundo rollo y lo substituye con el tercero. No para, no puede, no quiere detenerse. Necesita respuestas a las interrogantes que le he planteado. Corre la película para continuar su trabajo, y su corazón palpita irrefrenable, tan herido como lo está el mío al verla sufrir.

Su talento y el avance mostrado en la escuela de fotografía la hicieron acreedora a una exposición individual en una de las galerías más famosas de la ciudad. Pero, durante el coctail de inauguración, todo empezó a cambiar. Gracias a uno de los invitados, descubrió uno de los pocos secretos que guardé para mi goce personal: que fui un fotógrafo de guerra y que perdí las dos piernas durante la invasión a Playa Girón, desapareciendo después del periodismo y de cualquier forma de vida social hasta que ella llegó. Y por si fuera poco, mi delator era un hombre joven y, por qué no decirlo, hermoso e interesante, tanto que en pocos minutos ocupó toda su atención.

Desde ese día las visitas de mi pequeña se fueron espaciando poco a poco, hasta que tuve que habituarme a esperar desesperadamente a que apareciera frente a mi puerta, a observarla escondido tras la ventana al salir o llegar, siempre del brazo de aquel hombre, que sin proponérselo, robó la única ilusión que me quedaba en la vida.

Una vez más, el negro y gris de la cámara se fusiona con lo albeo de las manos de mi chica de la Pentax, vuelven a ser una misma; metal y carne se aparean sufrientes, se enredan, se poseen entristecidas para mí, víctima y verdugo. Lentamente pierdo la esencia de objeto captado para y mi alma atrapa la imagen de mis dos amadas. Quisiera integrarme al rito de la entrega que presencio; pero...

Anteayer vino a verme, y entre grandes aspavientos, me dio una noticia definitiva: se va a casar. Me limité a sonreír y tratar de desviar su atención, para que no advirtiera la herida tan grande que sus palabras habían causado a mi alma. Hilé palabras al azar, hablé de mi madre, que se negaba a ser daguerrotipada, porque aseguraba le robarían el espíritu, también del escándalo familiar que causé cuando decidí ser fotógrafo. Ella escuchó atenta, arrodillada, recargando sus codos en mi regazo, hasta que no tuve más que decir. Después vino uno de esos silencios que traicionan al corazón más necio y tenaz, una pausa sonora en la que mis ojos, negándose a llover, lentamente fueron hablando de mi amor por ella desde que era una niña y de esta dulce rabia que me orillaba amarla más; pero que igualmente dejaba caer sobre mi alma todo el peso de la impotencia de mis setenta y cuatro años y de esta silla de ruedas convertida en una extensión de mi cuerpo.

Quisiera confortar su dolor, que las cosas fueran como antes. Pero es imposible, algo se ha roto entre los dos y no existe poder humano que pueda remediarlo. Ella en tanto, termina el tercer rollo y se niega a parar. Está totalmente decidida a cumplir su promesa...

Leyó una a una las confesiones de mi silencio sin dejar de estrechar mi mano. Traté de que evitar una situación que me alejara y le comenté que después de tantos años de fotografiar la vida, jamás me había tomado ninguna foto, y en una mala interpretación de humorismo, le pregunté si estaba dispuesta a hacer un estudio completo del abandono humano. Mi chica de la Pentax echó a reír y me abrazó besándome la frente. En ese momento comprendí que, por suerte, no había descubierto mi secreto.

Nunca tuve oportunidad alguna y hoy menos. Lo único que queda es mirar cómo manipula compulsivamente la Pentax sin parar. Soy su pena y la suya es la mía. Si alguna vez creí que era preferible ser víctima a victimario, ahora no me cabe la menor duda, y aunque me duela aceptarlo, no puedo hacer nada.

Después de cenar escuchamos hasta la madrugada “Las bodas de Fígaro” en el estéreo, y casi a la alborada, se fue a su casa prometiendo que a la tarde siguiente, me haría el mejor estudio fotográfico de mi vida. Yo me recosté sin poder dormir, aún me dolía percatarme de que, finalmente, se presentaba el momento que tanto temí. Pasadas unas horas, llegué a la conclusión de que su felicidad sería la mía, incluso si era con otro. A fin de cuentas, a través de la Pentax había logrado trascender en ella, así que tristemente satisfecho, por fin le di el sí a la señora muerte.

Cuando por la tarde intentó ir a mi casa para cumplir su promesa, su padre le dio la noticia de mi muerte y le contó que fui yo quien puso la Pentax entre sus regalos y la puso al tanto del amor que le profesé todo este tiempo. Realmente no sé cómo se dio cuenta de mis sentimientos; según yo los oculté muy bien. De cualquier forma, agradecí su comprensión y su silencio.

Los rollos se han acabado y ella se resiste a terminar la sesión. Finge que carga de nuevo la cámara para continuar su trabajo. Quizás nadie se ha dado cuenta, pero a mí no me puede engañar; la conozco demasiado bien, y sé que su verdadero deseo es quedarse a mi lado el mayor tiempo posible, ahora que sabe todo lo que por años oculté. No puedo evitar que por unos segundos me invada la felicidad de que sea ella quien quiera estar a mi lado, como en los viejos tiempos.

La chica de la Pentax esconde tras la cámara el dolor de un amor que no pudo ser; intenta contener un vertedero de lágrimas que amenazan con transformarse en diluvio y se aferra a la cámara, con la plena certeza de que cada vez que tome fotografías con ella, estaré yo a su lado una vez más. No puedo decirle adiós, pero llegó la hora de irme. Lo último que veo es cómo sus padres la alejan de mí mientras mi hermana cierra lentamente el ataúd para llevarme al crematorio.