22/12/08

Despertares

(Publicado en la antología Más cuentos irónicos, ed. Selector, 2005)
No, nunca me gustaron las Navidades ni me gustarán jamás. Y no es por esas ideas del consumo obsesivo, de bondad hipócrita que no dura más allá del fin de año, o el problema de la penetración cultural a través de ritos e iconos provenientes del extranjero. Se trata de algo mucho más profundo que sucedió durante mi infancia, dejándome con un tatuaje en las entrañas. Una marca herrada que punza cada vez que me aborda el mes de diciembre, con sus luces de colores, sus árboles repletos de adornos, el olor a heno y musgo y los cánticos de inocentes niños gachupines aspirantes a eunucos.

La madrugada de Navidad es el punto de partida hacia la verdad, hacia el despertar a un mundo hostil, pletórico de crueldad y desencanto; hacia la caída de las deidades familiares y el resquebrajamiento de la estructura y sistema celular de la sociedad misma. La Navidad, como parte del dogma tiene un simbolismo noble y esperanzador; pero como parte de la realidad actual, no es más que una falacia, la degeneración del culto en la oportunidad perfecta para mentir, depredar bosques, comerciar y jugar “al bueno” por unos días.

Fue precisamente en una madrugada de Navidad, que tuve la gracia o la desgracia de asistir prematuramente a las exequias de mi inocencia y mi ilusión. Tenía 7 años y después de la tradicional cena con la abuela, llegamos a casa envueltos todavía en la efervescencia del festejo. Gozosos por los regalos recibidos de los tíos, esperábamos impacientes las utilidades de ese contrato consensual que celebran todos los niños en el mundo con ese socio regordete al que sólo conocemos en fotos o vemos de lejos en los centros comerciales, que habita en las tierras del norte y cada Navidad viene a pagar nuestras buenas obras del año que culmina, con los regalos que, mediante oficio le solicitan.
Como de costumbre, nuestros padres nos mandaron inmediatamente a dormir con el típico: “si no se duermen, no va a venir Santa y se van a quedar sin regalos...”. Nosotros, más por cumplir el trato que por deseo, corrimos a nuestros cuartos para hacernos los dormidos ansiosos por cobrar los frutos de ese largo año en que fuimos buenos, educados y obedientes; en que nos abstuvimos de decir malas palabras e hicimos todas nuestras tareas, convirtiendo aquel año en el más aburrido y ñoño de todos. Pero eso no importaba: de un momento a otro, Santa dejaría junto a los zapatos (concienzudamente lustrados para la ocasión) que habíamos dejado al pie del “nacimiento” el fruto de nuestro buen comportamiento. Tanto David como César, se durmieron a los 14 minutos de haber recostado su cabeza en la almohada; pero yo, como buen hermano mayor y representante de los intereses de mis hermanos, me quedé despierto, velando la llegada de nuestro amigo. Pasaron dos horas que se hicieron tan infinitas como pirulí en los labios, y un prurito de ansiedad me arrojó de la cama ordenándome bajar a la sala para verificar si la entrega se había efectuado.

Todo estaba muy oscuro, apenas era posible distinguir todo entre las sombras, que lentamente iban adoptando formas conocidas. Llegué con todo sigilo hasta las escaleras, bajé unos peldaños, me asomé entre los barrotes de la baranda y después de algunos esfuerzos, me fue posible distinguir una silueta que se inclinaba sobre el “nacimiento” justo frente a nuestros zapatos. Sin embargo, hubo algo que no me gustó: la silueta no llevaba sobre su cabeza aquél gorro colorado y...¿por qué no decirlo? ridículo ¿había decidido cambiar su uniforme de trabajo? Además, aquella figura era esbelta, y todo niño que se precie de inteligente y medianamente informado, sabía que Santa era gordito... ¿A él también le había pegado la crisis? ¿sería uno de los miles de beneficiados que presumían los anuncios de “Syluet 40” o Fataché”? Algo andaba mal, mi cabeza se coronó de un sentimiento de fatalidad y tenía que aclarar las cosas de una vez por todas. Me abalancé hacia el apagador con todo cuidado para no anunciar mi presencia, pegué mi cuerpo a la pared, respiré profundamente y “¡Clic!”, encendí la luz sólo para encontrar nada más y nada menos que a mi padre, quien dio un salto hacia atrás, sosteniendo aún entre sus manos las pruebas de su crimen. Yo me quedé mirándolo con unos ojos que no eran míos, que eran los de algún ser emergido del más profundo Pandemonio, un par de esferas fulgurantes, como aquellas pelotas de ping-póng que Cesar y yo incendiábamos escondidos en la azotea.

“Este... Alex... ¡puedo explicártelo todo!...” fue lo único que pudo balbucir. Yo estaba iracundo y caminé con pasos firmes y resueltos hasta quedar frente a él y exploté: “No tienes absolutamente nada qué explicar... Lo sé todo... ¡Eres un vil y vulgar robaregalos!... ¡Y nosotros tres de pendejos portándonos bien, rompiéndonos la madre en la escuela para que tú, cabrón, te chingues NUESTROS regalos!... ¡Seguro que por eso nunca nos traen ni Santa Claus, ni los Reyes todo lo que pedimos!... ¡Confiesa! ¡Dónde están todos los juguetes que te has volado?..

Ese fue el fin de mi inocencia.

Armé una algazara tal que todo mundo despertó, yo desenmascaré a mi padre y después de un par de horas de argumentos infructuosos por parte de mi madre, tirones de cabellera de mi padre y el llanto desconsolado de mis hermanos, el ladrón echó mano de su potestad familiar y me acomodó una soberana paliza que dejó mi trasero ruborizado por varios días. Yo me quedé decepcionado, sin regalos y castigado por un mes. Y lo peor de todo, es que como no le hablamos a ese extraño que se decía nuestro padre durante tres meses, Santa Claus pensó que los malos éramos nosotros y dio por terminado definitivamente el contrato, además de boletinarnos con los Reyes. No, definitivamente no me gusta la Navidad.