13/6/09

En casa

Veinticinco años son suficientes para que te sientas como un verdaero extraño dentro de ese mundo que sabes tuyo; pero que hoy descubre muy distinto a como lo dejaste. Según tus recuerdos el hotel donde te hospedarás no queda muy lejos, así que decides caminar para reconocer el terreno.

Todo a tu alrededor es gris, pardo; el aire que recordabas cálido y reconfortante, ahora te recibe convertido en una masilla amarga y amarillenta que se pega a tus fosas nasales y se enreda, negándose a entrar y enfrentar esta absurda libertad que a final de cuentas se transformó en tu prisión, que te dejó un par de hijos que se sienten solos y perdidos, totalmente ajenos a tus nostalgias y muy alejados de cualquier raíz, dos hijos que se niegan a compartir ese proyecto que vislumbraste para ellos y por el que casi das la vida y te obligó a partir... ¿pertenecen a tu vida? ¿son ellos los culpables? ¿lo fuiste tú o se trató de la voluntad de los Otros?

Un escalofrío recorre a gran velocidad tu autopista vertebral hasta colicionarse con tu nuca. Cruzas los brazos y te frotas en un vano intento por mitigar el hielo que invade tu alma; caminas buscando ese pasado en el que quedaste atrapado por tantos años; pero de eso ya no queda nada. Descubres que te abrazaste a algo que murió con tu partida, que tu relog psicológico estalló en el momento preciso en que te fuiste sin decir adiós, tal vez sin enfrentar la realidad de los Otros, esa que superaba la tuya y la aplastó por completo.

Quieres llorar; pero tus ojos hace más de dos décadas que quedaron áridos y desiertos, y no por gusto, sino porque el manantial se agotó en los días que duró el encierro, convirtiéndose en mudos ríos que fluían escondidos por las noches para que los Otros no se percataran de tu debilidad.

Escudriñas en los rostros que te rodean la mínima señal de que todo pasó, que despertaste de la pesadilla; pero es tiempo perdido: lo único que encuentras en los rostros de la gente son miradas que no miran, que rehyen a encontrarse con otros ojos y se alejan con rapidez, escurriéndose entre las calles. Comprendes entonces q ue ese aire pesado, denso e irrespirable que todo lo envuelve, que todo lo ocupa, tiene un doloroso nombre: miedo.

Te preguntas qué fue lo que pasó exactamente, dónde quedaron tus amigos, tus compañeros, qué fue de todo lo que había cuando estabas aquí, por qué te fuiste, por qué permitiste que Julieta rindiera tributo a una tierra ajena a la suya, a la de ustedes y no encuentras respuesta, pues eres incapaz de distinguir qué estuvo bien o mal, y lo único que te queda es ese sentimiento y la clara certeza de que estás solo.

Sigues caminando por las calles del barrio sin poder reconocer tus geografías, pues han desaparecido para convertirse en otra cosa muy distinta que lo único que tiene en común con tus recuerdos es el nombre que ostenta. todo es diferente a tu alrededor, lo verde se convirtió en gris, ese papalote de fuego que esperabas a ver emerger cada amanecer desde tu ventana, ahora es una triste y opaca braza que parece apagarse a cada segundo y el lugar donde vívías.es ahora una gélida explanada, una plancha de concreto con una columna al centro que exhibe en letras doradas en nombre de "Plaza Libertadores". Por un instante tu corazón salta ante la expectativa de ver algo de tus sueños hecho relidad. Te acercas con pasos ligeros y esperanzados hacia la columna y lees uno a uno los nombres consignados en la placa inferior mientras te esfuerzas por contener la arcada que gorgorea en tu garganta. Tu mente grita que esos no son los libertadores, sino Ellos, los Otros... Los verdaderos, tus héroes, se diluyeron, sólo existen en tu mente. Ya no te queda la menor duda, los Otros se apoderaron de todo, incluso de tu historia.

Poco a poco vas sintiendo el dolor que produce tus puños de tanto apretar mientras levantas la vista hacia el cielo, ese mismo que hoy te condena a ser un extraño en tu propia tierra, a quedarte solo, abandonado en ese limbo donde sólo habitan tus fantasmas, incapaces de escuchar tus lamentos y las maldiciones que ruge tu corazón enardecido a causa de los Otros.

Un cuarto de siglo, media vida, y ahora... ¿qué te queda? Los demás murieron, desaparecieron y su voz fue suprimida, pagaron con sangre su sueño, lo perdieron todo... Te preguntas para qué carajos regresaste, de qué valió todo lo que hiciste afuera, lo que hicieron tus compañeros adentro si hoy, a pesar de la supuesta apertura que te hizo regresar no existe en realidad, es una estúpida falacia, el tiro de gracia que los Otros decidieron darles para consolidar la tortura que les infligieron durante años y años. Ya no queda nada por hacer.

Te dices que no, que aún estás vivo y puedes seguir luchando estableciendo nuevas trincheras, que no todo está perdido, que siempre puedes volver a empezar, y aunque sabes que todo eso es mentira, tratas de contener el llanto y el temblor de tu cuerpo, repitiéndote en silencio una y otra vez "estoy en casa, estoy en casa" mientras cruzas el vestíbulo del hotel.