13/3/09

Un hada, un cisne


(A partir de la canción homónima
de Charly García)
Un recuento nostálgico
por mi maestro, amigo y gordirector,
que me enseñó a dar libertad
a mi niño interno y lo poquito que sé
de literatura infantil,
José Antonio Alcaraz (1938-2001)



I.
“¡Ay sí! Te falta esforzarte más, aplicarte en tu magia y sobre todo, con-cen-trar-te... si fueras como Fauna, Flora y Primavera, podrías incluso llegar atener tu propio cuento... ¡Eres el hada negra de la familia, y como no pones ningún interés, quedas expulsada!..” “¿¡Y a quién le importa la Escuela de hadas!? Finalmente... ¡ellos se lo pierden!..” Así venía refunfuñando Gertrudis mientras vagaba por el bosque francamente molesta, blandiendo torpemente sus alas y con el gorrito gacho. Parecía un pequeño sapo que avanza de brinco en brinco por las ramas. Estaba furiosa porque no aceptaban su forma de ver la vida “hadíl”. Y no es que no deseara ser un hada madrina y ayudar al ahijado que le encomendaran; pero le aburría sobremanera la forma tiesa y ortodoxa en que enseñaban en la escuela: eso de quedarse calladita, perfectamente seria y absorta en el aprendizaje del proverbial “Dívidi Bábidi Bú” le causaba una flojera enorme.


No. A Gertrudis le interesaban otras cosas: jugar por las noches con las luciérnagas, montar a grillo por el bosque y, de paso, hacer una que otra travesura con los polvos mágicos para molestar a sus hermanas, que no la querían, ya que siempre fueron las más aplic-hadas de la escuela y mostraban su desdén hacia Gertrudis por desfachat-hada, aunque en realidad, lo que sí eran sus hermanas, era un par de apret-hadas, por lo que Gertrudis siempre gozó al causarles escándalo y que le gritaran a coro con horror: “¡Pero vete nada más: eres una desparpaj-hada! Y además... ¡atolondr-hada!..”


Gertrudis quería algo más que obtener su título y cédula profesional de hada, enfundarse en su traje de merengue y andar por ahí, varita en mano, cumpliéndole deseos al protagonista en turno. Eso era demasiado ñoño para ella, que siempre se preguntó por qué no nació en la época de los cuentos épicos, donde dioses y guerreros libraban feroces combates. Se veía a sí misma como “Gertrudis, la guerrera de Darmaján”. Pero era tan sólo una aprendiz de hada que corrieron de la escuela por ser diferente.


Poco a poco, su corazón fue cambiando del color del coraje al de la tristeza, hasta que con un puchero enorme, se sentó en la rama de un árbol y rompió en llanto; no sería jamás, ni cuando menos un hada de relleno en algún cuento segundón: su destino, era el anonimato.


II.
Tanto lloró, que a sus pies se formó un lago con sus lágrimas y pronto pudo ver reflejado su rostro, y ahí se quedó, mirándose como si no se conociera, hasta que cientos de circulitos que crecían hasta hacerse circulotes, desdibujaron su imagen. Gertrudis levantó la cabeza para ver qué sucedía; así pudo ver cómo iba acercándose un cisne blanco que también lloraba. “¿Quién eres tú?”.. si eres el patito feo... te aviso que ya creciste y eres hermoso...” dijo Gertrudis al sentir en la presencia del cisne una tristeza mayor a la suya; pero que a pesar de ello, dibujó tenuemente una sonrisa en su pico. “Nada de eso... me llamo Austreberto y vengo de las tierras de Este...” dijo el cisne y continuó: “Y tú, ¿cómo te llamas?”. La respuesta de la pequeña no fue muy alentadora: “Soy Gertrudis, lo que se puede llamar un hada fracaz-hada.”


De esta manera, Gertrudis y Austreberto se hicieron amigos al identificarse en el dolor: ella, expulsada de la escuela y él, imposibilitado para regresar a las tierras del Este, porque se fracturó las alas al escapar de un cazador, mientras buscaba el camino a casa. Ambos compartieron su pena y Gertrudis, aunque nunca lo dijo, se enamoró de Austreberto y soñó con volar a su lado, cruzando el mar hasta llegar a aquel lugar que el cisne tanto añoraba. Por eso le afligía tanto ver a Austreberto triste y con las alas rotas. Decidió ayudarlo a como diera lugar para verlo feliz, y después de mucho pensar, dio un gran salto: “¡Ya sé... yo voy a curar tus alas..!”, y comenzó a hurgar en los bolsillos de su vestido: “chicles... no... galletas... tampoco.... resortera... menos... a ver... por aquí deben estar... ¡aquí están!”. Emocionada, Gertrudis sacó su costalito con polvos mágicos, respiró profundo y con todo cuidado, roció los polvos sobre Austreberto, poniendo toda su concentración y fuerzas en pronunciar correctamente cada una de las palabras del hechizo hasta que... ¡pum!: las alas del cisne se extendieron enormes y blancas, ¡estaban curadas!.


Gertrudis se desplomó exhausta a los pies de un árbol mientras Austreberto le agradecía el milagro. Entre jadeos, la pequeña advirtió en un gesto de honestidad: “Yo en tu lugar primero hacía un vuelo de prueba... te recuerdo que me expulsaron de la escuela...” Él pidió a Gertrudis que lo acompañara; pero ella no podía dar un paso más; entonces se quedó recargada en el árbol descansando y Austreberto alzó el vuelo para probar sus alas elevándose por los cielos, muy alto, como si quisiera besar al sol.


El cisne llegó hasta el mar y decidió parar un rato antes de regresar por Gertrudis. Ambos, cada cual por su lado, se quedaron profundamente dormidos. Para cuando ella despertó, ya la tierra se había bebido sus lágrimas y no quedaba ni rastro del lago. Desesperada comenzó a gritar el nombre del cisne esperando ser escuchada; pero era tarde: Austreberto ya había sobrevolado la zona sin encontrar ni al lago ni a Gertrudis y, pensando que ella había desaparecido para evitar la despedida, emprendió agradecido su viaje al Este.


III.
Una vez más, el llanto comenzó a llover en los ojos de Gertrudis; nunca más se volverían a ver. Caminó durante largo rato afligida, con la cabeza gacha, sin ganas de seguir viviendo. Sintió que en un momento lo tuvo todo y al siguiente lo perdió. Sin embargo, al regresar a la aldea, todos la esperaban expectantes. Gracias al morbo de Campanita, que la siguió a escondidas y fue testigo de todo, maestros y compañeros de Gertrudis supieron de su hazaña, y asombrados con el poder de la pequeña, decidieron por unanimidad otorgarle su título y cédula profesional como hada. Ella recibió con gusto la sorpresa y se convirtió en el ejemplo para toda la comunidad hadíl, pues recibió incluso el más alto honor al que puede aspirar un hada: ser la protagonista de éste, su propio cuento.



IV.
Gertrudis finalmente fue un hada feliz, aunque, desde aquel día, todas las tardes, sin excepción alguna, vuela hasta el mar y se sienta en la playa sosteniendo su varita mágica, que en vez de tener el la punta una estrella, muestra un cisne, a mirar hacia el Este hasta que el sol se pone la pijama y se va a dormir.