9/5/09

La escalera

Ramiro la encontró justo cuando meditaba sobre su vida y concluía que ya no había remedio, que nada le quedaba por esperar mas que la muerte. Era una mujer robusta, quizá no tan hermosa como pudiera pensarse: su cabello castaño caía sobre sus anchos hombros ocultando un largo cuello de piel blanca y sobrepoblado de vello, algo así como la corteza de un durazno. Podría tratarse de una persona cualquiera, de esas que pasan desapercibidas entre la muchedumbre que, aún acompañada, vaga solitaria a lo largo y ancho de un centro comercial. Sin embargo, esos ojos grandes y claros que eran como su historia, iban confesando a su paso mil cosas de aquella mujer que venía lenta, ligera y fugaz hacia Ramiro, hicieron que el alma de éste se entregara prisionero a ella desde el primer instante, mientras bendecía a las escaleras eléctricas que se la llevaban como un regalo.

Mientras la veía bajar en la escalera vecina, Ramiro trataba de escrutar qué era lo que llevaba dentro esa mujer que lo envolvía en un halo de luz que le revolvía las entrañas y lo incitaba a dar salida a sus sueños más secretos. Ella, por su parte, bajaba sin darse cuenta de la expectación que había causado en Ramiro.

Podría hablarle o esgrimirle la mejor de sus sonrisas, o simplemente no decir nada, seguir de largo y conrinuar como si nada hubiera sucedido; pero ¿cómo sería posible olvidar aquella mirada, que se mostraba como su más fiel y seductor espejo? ¿Cómo dejar ir a esa mujer que con sus solos ojos consiguió despertar en él sentimientos y deseos que olían a guardados de tanto esperar, y estaban tan extraviados e la inmensidad de su cuerpos eco, largo y marchito, que pesadamente cargaba sesenta y tres años de soledad?

Estaba resuelto: debía abordarla a como diera lugar. Le explicaría todo y ella entendería... es más, sintió la seguridad de que en ese preciso instante ella, mientras bajaba por las escaleras hacia su encuentro, estaría sintiendo y pensando lo mismo que él.

Todo estaba arreglado: "...un café, algo de charla, y lo demás será como deba ser...", se dijo a sí mismo mientras adoptaba la mejor de las posturas que le era posible a un hombre con gota y huesos que daban las primeras muestras de artritis.

Los nervios y la expectación crecían a cada segundo. Ramiro subía y ella bajaba y el encuentro estaba por sonsumarse de un momento a otro, abriendo para ambos todo un mundo de posibilidades. Instintivamente, Ramiro cerró sus temblorosos y húmedos puños a la espera de que la escaleras los colocaran frente a frente, para desatar una reacción que ni el proceso en entropía universal podría igualar. Ella estaba cerca, cada vez más cerca de Ramiro, a punto de ingresar al mismo espacio que daría origen a la vida misma. a la muerte de tantos y tantos años de infinita soledad.

Y fue justo en el momento en que se cruzaron los cuerpos, que ella posó la mirada directamente en los ojos de Ramiro, pulverizando en él cualquier iniciativa, ya que extasiado, se dejó abrazar por el par de ojos que lo abordaron por completo, dejándola pasar de largo sin emitir sonido alguno.

Reaccionó unos segundos después; trató de retroceder, de emprender la carrera para alcanzarla, para impedir que se marchara; pero era tarde: la escalera continuó insensible y mecánica su camino hasta la planta alta sin que nada ni nadie pusiera evitarlo, mientras Ramiro se quedó impotente, desesperado y más solo que nunca, sin otro remedio que mirar cómo la mujer se perdía entre la gente y maldecir a Jesse Reno, a Charles Seeberg y a OTIS, que fabrican escaleras que dan y quitan sin la menor consideración.