7/12/08

Susan

…Esa chica baila y se acaricia, se acaricia
sabe ser amable y ser actriz…
Pedro Guerra

Susan, pongamos que se llamaba así. Tarde de verano, marea suave de calmo océano, fuente de aguaceros, fruta plena, remanso del futuro; eso era ella, una mujer especial y diferente con personalidad de tigre al asecho y propietaria de un par de piernas esculpidas al más puro estilo griego, coronadas por una cadera de dinamita a punto de estallar, apenas contenida por la endeble membrana de lycra del panty, que amenazaba con sucumbir a los deseos que, otros tantos como yo en ese instante, éramos incapaces de resistir la mirada y sumergirnos en la marea de sus bailes.

Capturaba cada noche la atención general al transfigurarse de sirena a mariposa noctámbula dentro del capullo de miradas que trataba de impedir a cada compás que saliera a la libertad y volara del todo. Así, una noche y arrastrado por los amigos, fue que Susan y yo nos conocimos en el “Exxxtasis”.

Al principio fue partícipe de las burlas a las que me sometieron mis amigos, pues al nunca antes haber asistido a un espectáculo de Table dance, desconocía absolutamente el complicado mecanismo del placer por boleto. Era los tiempos en que uno comienza a salir al mundo con la libertad que da un documento que dice que uno ya tiene la edad mínima para comenzar a comerse el universo a puños. Pero aún así, no era mi estilo aquello de andar de puticlub en puticlub; mi naturaleza asceta y retraída no habían permitido que las hormonas tomaran el control y me llevaran por aquellos caminos. Y no era por cuestiones moralinas, experiencias había tenido, sino numerosas, sí lo suficientemente intensas como para saber lo necesario sobre el asunto. Sencillamente nunca me había interesado por sumergirme en los mercados de la voluptuosidad. Por eso, cuando en medio de una juerga mis amigos me arrastraron al “Exxxtasis”, me dejé llevar más por la seducción que ejerció el alcohol que llevaba dentro y el deseo de continuar con la fiesta, que por sentarme a admirar las cadencias de cuerpos esculturales haciendo acrobacias en un tubo al ritmo de la música.

El ambiente caluroso y encerrado, la poca iluminación y el altísimo nivel de decibeles que escupían las bocinas, me abofetearon como bienvenida. Un ligero mareo me abordó y aquello me hizo decidir, en principio, a no beber más y a salir del lugar lo antes posible. Los amigos reían, hablaban casi a gritos y miraban lascivos a cuanta mujer pasaba entre las mesas buscando clientes con quien departir, o a la chica que interpretaba su coreografía sobre el escenario.

Las protestas no importaron, me limité a mirar sin mayor interés el espectáculo sin tocar la botella de ron que habían pedido, y tomando únicamente coca-cola sin preocuparme por el precio (que, según me dijeron y no sin razón, sería tan o más costoso que pedir alcohol). Sin aviso previo, cuatro muchachas se instalaron en nuestra mesa, y entre sonrisas se sentaron en nuestras piernas solicitando les invitáramos un trago. Mis amigos, de inmediato pasaron a las caricias y a hacer bromas ramplonas con la chica que les había tocado en suerte; pero lo abrupto del abordaje (acaso la falta experiencia en esos lugares) provocó en mí cierta repulsión hacia la bailarina que infructuosamente trataba de hacerme más amena la visita, por lo que la despaché lo más cortésmente que me fue posible, y traté de esperar a que mis amigos se sintieran satisfechos y decidieran que era hora de irnos.

Pasaron las horas, pero mis amigos parecían cada vez más animados y con menos ganas de irse. Para mí ya había sido más que suficiente por esa noche, así que decidí terminar la fiesta. Más protestas y las típicas especulaciones acerca de mis preferencias sexuales. Al final me convencieron a quedarme a ver el baile de dos chicas más antes de que partiéramos todos juntos. Dos chicas, seis bailes, unos veinte minutos más en total, comparados con las casi cuatro horas que llevaba ahí, ya no eran mucho, así que decidí esperar un poco más. Y ahí fue que apareció Susan.

Ataviada con un diminuto vestido blanco que parecía pintado sobre su cuerpo de proporciones soberbias; un pequeño saco azul con galones en la bocamanga; gorra de capitán y una mirada profunda y azul como el mar abierto, inició su coreografía simulando ser marinera, entre movimientos lúbricos perfectamente sincronizados con el ritmo de la música que la acompañaba. Mentiría si niego que desde su aparición sobre el escenario quedé casi hipnotizado. En toda la noche, ese era el primer espectáculo que de verdad atrapaba mi atención, había algo en aquella mujer que impedía que distrajera mi atención mientras ella realizaba su acto.

Algo ocurrió, mis amigos dijeron que “la había llamado” con la mirada; pero durante la segundo baile, mientras giraba por el tubo trenzada con las piernas, me miró fijamente, petrificándome de inmediato. A partir de ese momento continuó su danza sin dejar de mirarme entre sonrisas provocativas, deteniéndose frente a mí, para bailar, moverse, tocarse y mostrarme su cuerpo lo más cerca posible, como para que no perdiera de vista ningún detalle de su figura. Poco a poco fue despojándose de su vestuario al tiempo que hacía cabriolas en el tubo, hasta quedar cubierta únicamente por un brevísimo panty y la gorra de capitán.

Sabedora de su profesión, terminó su actuación, se vistió nuevamente y con paso seguro se acercó hasta nuestra mesa para preguntarme si me había gustado su baile. Yo aún no salía de la hipnosis por lo que no pude articular palabra, dándoles a mis amigos un pretexto más para volverme el centro de su diversión. Susan se instaló junto a mí y comenzó a participar de la diversión, rompiendo la hipnosis y con ella, el embelezo que me había provocado. Si bien me seguía pareciendo una mujer hermosa como pocas, al verla ahí, a mi lado, haciendo chistes a mis costillas para divertir a mis amigos, más que deseo lo que me despertó fue una necesidad de largarme cuanto antes y no volver jamás a poner un pie en ese lugar. Pero Susan no estaba dispuesta a dejarme ir, estaba decidida a romper cualquier barrera, a vencer uno a uno los bastiones de mi resistencia hasta que yo sacara a relucir la bandera blanca anunciando mi rendición.

Al igual que su compañera horas antes, se instaló sobre mis piernas sin pedir permiso y comenzó a acariciarme, a hablarme despacio, al oído, dejando a un lado el escarnio, como si estuviera firmemente propuesta a resarcir la evidente molestia que estaba provocando su presencia. Al fluir de sus palabras, y por más que yo intentaba mantener los pies aferrados al piso, de tener presente que no se trataba más que de una representación, fui cayendo lentamente, y entonces los amigos, sus risas, sus burlas y sus gritos comenzaron a alejarse; poro a poco la voz, la cercanía de Susan se fue volviendo lo único palpable en medio de la noche y del local. Comencé a sentir los buenos oficios de su trabajo entre las piernas, con lo que quedé completamente a su merced; pues al darse cuenta de que estaba claudicando, comenzó a frotar suavemente su cadera sobre mis muslos, estimulando al instinto hasta que no pudiera más y dejara caer las últimas resistencias.

Después de un rato, soltó su oferta. Una vez más guardé silencio tratando de rechazarla; pero los amigos, divertidos, decidieron comprarme no uno, sino tres boletos para que el “servicio fuera completo”, según dijeron entre bromas de mal gusto. Pagaron la tarifa acordada a la boletera y Susan me tomó de la bragueta para dirigirme hacia el privado; pero esa acción me recordó nuevamente dónde y con quién estaba. Tomé su mano y la retiré con firmeza, ella me miró con sus ojos azules y sorprendentemente, ofreció una disculpa y tomó mi mano, consiguiendo hechizarme y llevarme como un bebé indefenso hasta un cuarto en penumbras, donde me sentó en un sillón y me explicó lo que tenía derecho a hacer y lo que no.

Si bien no opuse mayor resistencia, mi única intensión era esperar a que terminara su numerito, irme a casa y olvidarme de esa noche. Mientras Susan hablaba, yo guardé silencio, una vez más a la defensiva; y me preguntaba por qué me había dejado arrastrar a una situación que más que molestarme me inspiraba una pereza enorme, y mentalmente comencé a contar el tiempo restante para salir del lugar y dar por terminada esa farsa. Definitivamente, pensé, ese tipo de experiencias no eran mi estilo, que me llamaran cursi o hasta maricón; pero prefería ñoñeses como el cortejo, noviazgo y demás, sentir que si estaba con una mujer, esa mujer estuviera realmente conmigo, por lo que soy, por lo que siento, y no solamente en función de un arancel y por tiempo determinado. Antes de comenzar, de una manera dulce sin dejar de ser sensual, me dijo que a pesar de lo que yo pudiera estar creyendo en ese momento, ella comprendía muy bien que yo no me sintiera a gusto, que aunque pocos, había conocido gente como yo, que preferían otro tipo de aventuras y que la disculpara si me había incomodado, ella sólo hacía su trabajo y no era muy normal encontrarse con gente diferente a la que frecuentaba el “Exxxtasis”. Quise decir algo; pero ella no me dejó, selló mis labios con la yema de su índice derecho y comenzó a bailar.

Una música suave pero inquietante dio sus primeros acordes y ella, parada frente a mí comenzó a bailar con movimientos suaves y provocativos; las palmas de sus manos dibujaban su cuerpo al ritmo de la música, primero el cuello; luego los pechos, que henchían los pezones como dos ojos empeñados en mirarme y escapar de la prisión blanca y delgada. Después fue el vientre y la cadera que no tardaron en despojarse del mini vestido hasta quedar frente a mí. A medida que avanzaba la pieza, el baile, los movimientos y la cercanía se hicieron más intensos, comencé a percibir el aroma que despedía su cuerpo y me acariciaba cada vez que Susan se acercaba, y me rozaba apenas en una caricia que hacia estallar mis instintos.

Antes de que terminara la primera canción Susan ya me tenía completamente dominado, incapaz de oponer la menor resistencia. Sin quitarme los ojos de encima se sentó en mis piernas, ofreciéndome su pecho aprisionado por un vaporoso sostén que apenas lo contenía, mientras comenzaba a desabotonar mi camisa. Mi cuerpo no pudo resistir la escena y se dispuso a participar. Entonces fui yo quien dibujó su cuerpo con manos y lengua y di libertad a su pecho, que agradecido se untó en mi cara mientras mis manos poseían su cintura y recorrían de arriba a bajo su cadera.

Algo pasó, que no lo alcanzo a definir; pero la música no importaba ya, éramos uno los dos, indiferentes al tiempo y la tarifa, absortos en un juego del que mi miembro reclamaba formar parte y penetrar en el mundo cálido y húmedo de Susan. Al darse cuenta, sonrió con satisfacción y deslizó su cuerpo entero hasta quedar de rodillas frente a mí y encerrar a mi pene con su boca. No podía creerlo, estabamos solos ella y yo, simulando satisfacer nuestros deseos, y sin embargo era tan confortante sentir su cuerpo, retirar el panty con los dientes mientras ella me desprendía la camisa; hundir mi lengua en los labios de su entrepierna sintiendo en mi boca sus espasmos y escuchando su guerra para contener un placer que dejaba de ser juego o simulación y se transformaba en algo verdadero, resistiendo un orgasmo gorgoreante que no daba tregua y urgía por bullir, consiguiendo que, al igual que el mío, su cuerpo entero se rindiera sin condiciones.

Concluyó la tercera melodía; pero no importó. Todo quedó arreglado con un gemido entrecortado “ésta va por mi cuenta...” y seguimos adelante. Mis amigos estaban tan impacientes esperando ver la cara con la que saldría y el extra que deberían pagar, y ninguno de ellos acertó a pensar que, después de todo y de común acuerdo, decidimos romper el contrato y hacer el amor de verdad.

Salimos y ya había pasado poco más de una hora. Cuando llegamos de vuelta a la mesa tomados de la mano, nadie pudo burlarse al ver nuestra cara, pues ninguno de los dos fue capaz de disimular su satisfacción. Mis amigos nos miraban alternativamente con una mezcla de morbo, curiosidad y preocupación, especialmente cuando Susan, antes de irse a bailar nuevamente, dijo que el extra era cortesía de la casa. Ante los rostros atónitos de mis amigos, Susan y yo nos dimos un largo y profundo beso, luego ella me dijo algo al oído y se fue. Obviamente mientras pagábamos la cuenta y salimos del lugar, me asaltaron con preguntas sobre lo ocurrido, exigiendo casi los detalles; pero aquello había sido tan especial, tan fulminante que a pesar de las protestas de mis amigos me negué a hablar.
El tiempo pasó, todos crecimos e hicimos nuestras familias. Las cosas han cambiado y los amigos también, y ya nadie de ellos se acuerda de ella; pero yo aún espero a que los niños se vayan a dormir, para cerrar con seguro la puerta de nuestra habitación y pedirle a Susan que inicie su baile.