7/11/08

El pequeño Franz

"Cada persona tiene su propia historia. No. Tal vez todos formamos parte de un mismo devenir, o quizás en realidad nada existe. Somos diminutas motas de polvo universal, piezas de un ajedrez infinito, fragmentos de un tiempo desvaído y desplazado; imaginerías que nacen del ocio divino... El mundo de los hombres no es más que un círculo que nace en la nada y culmina en ella... nada... absolutamente nada....”
Al tiempo que dejaba escapar una última lágrima, el pequeño Franz terminó de leer sin dar crédito a lo que acababa de escribir; pensó que seguramente lo había sacado de alguno de aquellos libros que había leído, pues era imposible que él, precisamente él, fuera capaz de idear algo así, de escribir algo siquiera.
Tras la puerta un ruido lo alertó y sopló apresurado sobre la vela para apagar la luz y se escondió bajo las sábanas, rogando para que el golpeteo del corazón contra su pecho, que él sentía como el redoble de una banda de guerra, no lo delatara ante su padre y se armara nuevamente otro zafarrancho.
Después de un rato, y convencido de que había librado esa noche, dispuso a abrazarse al sueño escapándose así de esa sarta de filosoferías baratas que no llevaban nunca a puerto cierto y sí, en cambio, le procuraban una forma muy eficaz para garantizar de parte de su padre, aquellas palizas que caían sobre él cada vez que sus pensamientos rompían la barrera y saltaban de sus labios hacia los oídos de los demás.
Ahora estaba tranquilo, enfundado en su lecho cálido y protector; pero el simple hecho de rememorar lo sucedido esa tarde infinita e invernal, encerrado en el balcón, conseguía que su cuerpo se fuera petrificando hasta convertirse en una de esas enormes rocas de hielo que, según había leído en las crónicas de los aventureros, habitaban los puntos más altos de la tierra. Y al sentir como esa roca se iba destruyendo y se reducía a pequeñas y punzantes astillas que se clavaban inmisericordes en sus entrañas, un manto de ira lo cubrió por completo.
Quería gritar, saltar de su cama y dirigirse directo al cuarto del fondo, plantarse con firmeza a los pies de la cama de su padre y blasfemar contra él, increpar los insultos más elaborados, creados a partir de la más erudita etimología, nacidos desde el centro de su existencia; quería golpearlo una y otra vez para que viera quién era el débil, quién el que lloraba; para que se tragara una a una las humillaciones con que lo había abatido desde que tuvo conciencia de su humanidad. Deseaba con todas las fuerzas de su cuerpo acabar con su padre, enseñarle que ya no se dejaría agobiar por sus maltratos ni le permitiría hacerlo sentir como un asqueroso insecto; que el bicharajo era él y sólo él, y que nada deseaba más que despertar una mañana y encontrarlo rondando alrededor de su lecho y pisarlo mil veces, hasta que de su presencia sólo quedara una mancha informe bajo la suela de su zapato.
Quería decirle, gritarle, escupir en su cara cuánto le odiaba, que se fuera al infierno, que ya no permitiría que siguiera pudriéndole la vida; que no era más que una piltrafa, el producto de una arcada de un dios enfermo e iracundo; que lo único que no era ni jamás llegaría a ser era un hombre, un padre; quería vomitar sobre su padre que prefería considerarse un huérfano antes que su hijo, que aceptar que era el fruto de la semilla putrefacta y hedionda de un cretino.
Su corazón, su cuerpo, su habitación, el universo entero palpitaba irascible. Crecía y explotaba, se desparramaba por las calles de Praga y rodaban silentes alrededor de la luna, que observaba cómo éstas se dilataban adquiriendo un poder sobrenatural, mucho, mucho más fuerte que el pequeño Franz, que se quedó ahí, entre tribulaciones sollozos, acostado y empequeñecido en su lecho.